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jueves, 5 de diciembre de 2013

SIN NADA QUE HACER



Cuando no tengo nada que hacer, lo hago todo.
Soy el más rápido en el campeonato local de silla de ruedas sin conductor. El más comilón en el concurso de huelguistas de hambre. El más certero en el tiro con arco, sin arco. El más inútil vocalista en una sesión de karaoke tras el cierre por mandato judicial. Y, si da la casualidad de que no se mueve nadie, el mejor bailarín del cementerio. 
Para mí, un día tiene cero coma horas. Un viaje relámpago es quedarse quieto. Y ahorrar es no dejar nada para el futuro. 
Tengo facilidad para no aburrirme, incluso en extremas situaciones de inanidad. De hecho creo que donde mejor me desenvuelvo es en el vacío. 
Soy increíblemente bueno para nada. Y creo, sin falsa modestia, que es difícil encontrar alguien así. Elevar la ineptitud a elevadas cotas de refinamiento está al alcance de muy pocos. 
Vivo feliz y despreocupado cuando no hay nada que hacer. Esta virtud es el mejor antídoto contra el envejecimiento. Es mi elixir de la eterna juventud. 
Me he hecho un plan de pensiones en el que pago las cuotas cada vez que me embriago y, aunque pueda parecer vanidad publicitaria, me tengo por un diligente y formal pagador.
No hay nada como no tener a donde ir, ni nada que hacer. 

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