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martes, 31 de diciembre de 2013

ENTRADAS QUE SON SALIDAS



Al nacer me hice la picha un lío porque no acertaba a distinguir si salía o entraba; si había que llorar de alegría o reír de aflicción; si con cerrar los ojos podría continuar el sueño o si al abrirlos me daría de bruces contra la pesadilla. Creí que, nada más entrar al mundo, a todo quisqui  le darían un impoluto dorsal de número único para distinguirse en la carrera pero, no. El mío estaba arrugado, viejo y desdibujado. Usado en definitiva. Recuerdo haberme tocado las piernas por si no eran las mías. Confundía fiebres con sudores, alucinaciones con realidades y miserias con logros.      
De tanto devanarme los sesos se me han quedado como finísimas lonchas de incurable jamón barato. 
Nací de un puntapié en la matriz de mi madre. Amilanado de frío quise volver a la cueva tras echar un breve vistazo al periódico del día. Supe al instante que mi venida no aportaría sustanciales mejoras. Había tenido nueve meses para corroborar tal precoz conocimiento. Desde entonces he preferido salir a entrar, cerrar los ojos a abrirlos, dejar de correr y buscar al responsable de la carrera para devolverle el dorsal que nunca le pedí.

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